Victor Fowler
Independent Writer
Victor Fowler has a Degree in Pedagogical Sciences. He worked at the Cuban National Library (from 1989 to 1996) doing research on reading promotion. He is a well-known poet and critic, and has obtained the most important Cuban prizes in both fields. He is member of Cuban UNEAC (National Union of Artists and Writers). Email: vifocal@cubarte.cult.cu
Es claro que por muy diferente del real que
se imagine un mundo debe tener algo –una forma–
en común con el mundo real.
— Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus
Cuando me invitaron a ser parte de esta reunión de expertos, pensé que lo mejor que podía hacer era valerme del tema general (“lectura y nuevas tecnologías”) para compartir algo de la incertidumbre que estas palabras me provocan aún, o tal vez debiese decir dudas, y, según espero, recibir como respuesta una gigantesca lección de velocidad modernizadora, de transformaciones de las sociedades, un recorrido por los espacios del futuro.
Puesto que, como seres humanos, nuestras palabras completan su sentido cuando se tiene en cuenta la posición del hablante –es decir, el lugar de enunciación–, debo presentarme diciendo que hay cuatro formas de explicar por qué me encuentro ahora conversando aquí: soy un escritor de poesía y ensayos sobre literatura y temas sociales; soy un profesor de lengua española que trabajó durante 10 años con alumnos de escuelas secundarias básicas; soy, además, un bibliotecario; y, finalmente, soy un investigador que trabajó durante otros casi 10 años como especialista del Programa nacional de lectura cubano y que escribió un manual sobre el tema para uso de promotores de la lectura. A lo anterior puedo sumar la más simple de las explicaciones, y que resume lo que me agrada más: soy un lector.
Lo mismo que si estuviésemos tratando con un aparato alimentado con electricidad, o como en esa imagen tan repetida por el cine del descubrimiento de una gigantesca bomba, conocer las razones por las que alguien –pese a la humildad que despliegue– se considera autorizado o capacitado para hablarnos de un tema es importante, porque nos revela los afluentes que confluyen y alimentan a ese cerebro, los cables que permiten funcionar al hipotético aparato.
“Well, mace in one hand and Weena in the other, I went out of that gallery and into another and still larger one, which at the first glance reminded me of a military chapel hung with tattered flags. The brown and charred rags that hung from the sides of it, I presently recognized as the decaying vestiges of books. They had long since dropped to pieces, and every semblance of print had left them. But here and there were warped boards and cracked metallic clasps that told the tale well enough. Had I been a literary man I might, perhaps, have moralized upon the futility of all ambition. But as it was, the thing that struck me with keenest force was the enormous waste of labour to which this somber wilderness of rotting paper testified. At the time I will confess that I thought chiefly of the Philosophical Transactions and my own seventeen papers upon physical optics.”
Herbert G. Wells, The Time Machine1
Habrán reconocido que la cita constituye uno de los más célebres momentos de la novela La máquina del tiempo, del autor inglés Herbert G. Wells. En este punto el protagonista, el viajero en el tiempo que se encuentra a casi un millón de años en el futuro, penetra (acompañado de Weena, joven de la raza eloi) en una enorme edificación a la que denomina el Palacio de Porcelana Verde y que resulta ser las ruinas de un antiguo museo. Harapos oscuros y carbonizados, restos averiados de libros, sombría mescolanza de papel podrido son términos con los cuales el autor nos describe el horror que en esa habitación encuentra: el fin del libro como anuncio del fin de la civilización tal y como la conocemos hasta ahora.
El guión de David Duncan para la película de 1959 no solo es una elegante adaptación de la novela, sino que, en lo que a nuestro tema pertenece, hace un inteligente aporte. Esta vez, justo antes de enfrentarse a la desaparición de la cultura del libro, el viajero en el tiempo dialoga con uno de los jóvenes eloi y lo hace de forma que nos revela las consecuencias terribles de una existencia en la cual, durante generaciones, se ha abandonado la práctica de la lectura:
“MAN IN WHITE - You ask many questions.
TIME TRAVELLER (annoyed) - Yes! And I’m not ashamed of it. That is how man has learned and bettered himself. I must learn about you and your civilization. You have books, don’t you?
YOUNG MAN (recognizing a half-forgotten word) Books. - Books! Yes, we have books.
He rises and beckons. The Time Traveller’s brow clears.
TIME TRAVELLER - Books will tell me what I want to know. Books will tell me all about you.
He too gets up and follows the Young Man.
AT THE WALL - LONG SHOT 193
The Young Man leading. He reaches the wall and seizes an ancient curtain which covers it. A cloud of dust rises as he tugs it aside and the curtain falls, almost crumbling. Shelves and shelves of books are disclosed. The books are old even though many of them have futuristic designs. The bindings of once proud volumes hang in brown tatters. The Time Traveller steps to the books.
CLOSE ON TIME TRAVELLER 194
The realization of the true state of affairs shows on his face. He is appalled. Carefully he pulls a volume from the shelf. Its binding breaks as he opens it and, when his hand touches the pages, they crumple like ashes and drift to the floor.
He drops the book. His voice is a shocked WHISPER.
TIME TRAVELLER - Yes...they do tell me all about you!
With sudden violence he slams his fist into a whole shelf of books. His hand plows through them and the dust swirls into the air. He turns back in anger.
TIME TRAVELLER - What have you done? Thousands of years of building and rebuilding creating and re-creating so that you can let it crumble to dust.”
David Duncan, The Time Machine (script, 1959)
Préstese atención a ese joven eloi, abrumado por la cantidad de preguntas que le hace el “viajero en el tiempo”; preguntas que ni siquiera son complejas, preguntas por entero lógicas dentro del contexto de la novela y que solo tratan de establecer la historia de los propios eloi. Préstese atención también a la sutil conexión que el guión nos propone entre la capacidad de preguntar (suerte de elemento caracterizador de lo humano), la noción de autonomía y el carácter democrático de las sociedades. En esta construcción cultural, las respuestas –en primer grado– se encuentran contenidas en los libros y el abandono o la negación de estos acarrea para la humanidad el castigo de vivir una existencia en la cual el presente adquiere la dimensión de un absoluto totalizador y devorante del resto de la temporalidad. En esta acumulación de presentes desvinculados entre sí, sin pasado (memoria) o futuro (capacidad prospectiva, de pronóstico), la vida humana resulta disminuida al nivel de la simple supervivencia animal. Pese a tenerlo “todo” en tal grado que para los seres humanos de la historia contada en la película, ya ni siquiera es necesario trabajar, la misma hipertrofia de ese ocio los embrutece, deshumaniza y rehace como una variedad “amena” del animal.
Por eso sorprende que en el guión de Duncan, los eloi no solo dejaron de leer libros, sino que se alejaron del artefacto que los sustituía y con el cual también hubieran podido conservar la memoria de sí mismos. Me refiero a los altamente sofisticados (desde un punto de vista tecnológico) “anillos parlantes” que Weena enseña al Viajero en el Tiempo y que el narrador describe como “golden rings a few inches in diameter and one inch wide, lined with minutely spaced grooves.” Lo fascinante es que, cuando Weena hace girar sobre sí mismo uno de los “anillos parlantes,” brota una voz que, en palabras de ella, habla de “things no one here understands.” A pesar de que dentro del devenir del relato, estamos presenciando un instante próximo a lo sagrado (la grabación que se escucha probablemente sea “the last recorded voice of civilized man”), el Viajero en el Tiempo escucha fascinado mientras Weena se mantiene en un estado de “disinterested detachment.”
Según lo anterior, el abandono de la lectura de libros es apenas el preludio de la total decadencia de la humanidad, pues entre los pasos venideros estaría ese punto (equivalente al presente de la novela) donde los eloi ya no solo son incapaces de manejar la lengua escrita, sino que en general perdieron la habilidad de trabajar con ideas complejas y por ello ya no comprenden lo que cuentan los “anillos parlantes.” Para colmo de tragedia, este “cuento” es exactamente la historia de la guerra que coloca a la especie humana al borde del exterminio y, como inmediata consecuencia, la división en dos grupos de los sobrevivientes, uno de los cuales –con el paso del tiempo– va a ser el de los propios eloi.
La más reciente versión de la novela para el cine fue hecha por el realizador Guy Ritchie en el año 2002 y, en lo que toca a nuestro asunto, presenta una variación completamente postmoderna de esos “talking rings” que Weena le muestra al Viajero por el tiempo. En esta ocasión, el guión de John Logan sustituye la frialdad de los anillos por la experiencia más íntima de un robot semidestruido, pero aún funcional: Vox, el bibliotecario, quien nos es descrito del siguiente modo:
He is a truly horrifying sight. A human-shaped robot of sorts. A twisting, hideous collection of circuits and wires, pistons and metal. A gaping face-plate. Bits of ashen skin grafted uneasily to rubber and metal. And one very human eye peering from his wretched visage.
The glowing red light comes from deep within his incomplete chest cavity. A power source of some kind.
Joseph Logan, The Time Machine (script, 2000)
Quienes hayan visto la película, tal y como finalmente quedó en esta, la más reciente versión de la historia, recordarán que en lugar del robot semidestruido, el realizador prefirió convertir al bibliotecario (que lo sigue siendo) en una computadora con fuente de alimentación inagotable (posiblemente nuclear, eólica, solar, etc., a la misma vez), con inteligencia artificial (que le permite dialogar con los visitantes) y con un proyector integrado que forma la figura holográfica del bibliotecario.
En cualquiera de los tres casos, la ausencia de lectura conduce a una hecatombe social que termina en la desaparición de lo que nos distingue como humanos y lo más curioso –lo que más se enfrenta a cualquier utopía de salvación mediante el conocimiento– es que ningún “aparato” (por sofisticado que sea) para la transmisión de ideas ha sido suficiente para impedir el desastre. Piénsese si no en la progresión entre las cuatro versiones del mismo acontecimiento: desde el personaje novelesco que se enfrenta en el Palacio de Porcelana Verde a las confusas ruinas que han sobrevivido a lo que alguna vez fue la cultura escrita; de allí, al personaje del guión para la película de 1959 (que, junto con la desaparición de los libros, descubre la caída en desuso de los “anillos parlantes”); y a continuación, el personaje de la adaptación del año 2002, en cuyo guión ya ni siquiera la imagen holográfica de un bibliotecario con capacidad de autoaprendizaje (y con un banco de datos virtualmente infinito detrás, para brindar respuestas) es suficientemente atractivo para que se mantenga vivo el deseo de adquirir conocimientos.
La lección de todo esto parece ser que la tecnología se encuentra al servicio de un deseo y de una voluntad que se encuentran en otra parte que la tecnología misma; es decir que, por extraordinarios que sean nuestras aplicaciones, nuestros aparatos o descubrimientos, somos los héroes de una batalla segunda, pues el acto de leer como tal es –lo mismo que el principio del libre albedrío– algo que depende del diálogo de la persona consigo misma, de lo que necesita, encuentra, busca, le es descubierto en los espacios de la interacción social. En realidad, los diferentes actores que intervienen para concederle densidad a este campo de práctica e investigaciones al cual podemos denominar “lectura” tienen, cada uno de ellos, sus propias preguntas que, si bien suelen intersectarse, obedecen a intereses constreñidos y sumamente específicos.
Según lo anterior, para el pedagogo (en especial, para el profesor de lengua) lo principal es determinar con exactitud qué cosa es leer, en qué operaciones parciales puede ser descompuesto esto, cómo identificar las debilidades en el proceso y qué hacer para remediarlas, así como –finalmente– qué cosa es comprender un texto, extraer información del mismo y, en última instancia, convertir el acto de lectura en un permanente hecho de placer.
El bibliotecario, por su parte, opera con personas que son usuarios de la institución en la cual está empleado, gente que, por norma general, se acerca al sitio guiada por el deseo de satisfacer alguna necesidad informativa concreta (muchas veces por motivos de estudio o profesionales) o para dar cumplimiento a la demanda que nace de un simple placer de lectura. Las dificultades aquí, al menos las más evidentes, parecen no estar relacionadas con el “saber leer,” sino con el desconocimiento (por parte de los usuarios) de la estructura de la información en las bibliotecas, así como el manejo de sus catálogos u otros recursos de la institución. Al menos en el caso de quienes visitan la biblioteca por primera ocasión o de modo no regular, lo anterior parece cierto. Junto con ello, en el caso de que el usuario merezca la categoría de “experto” dentro del entorno de la institución (lo mismo si se trata de un “buscador de información” que de un “lector por placer”), el conocimiento de la colección con la cual trabaja –así como la profundidad del nivel cultural que se posee– permiten al bibliotecario estar “un paso más allá” que su lector/usuario y dialogar, escuchar y guiar/acompañarle en su búsqueda e incluso estar en condiciones de poder sugerir o recomendarle nuevos autores, títulos o hasta campos de conocimiento conexos.
Mientras que en la escuela la palabra “lectura” está relacionada directamente con el proceso de enseñanza-aprendizaje, para los bibliotecarios (más que cualquiera otro, para los que trabajan en el sector de las bibliotecas públicas), “lectura” es un hecho que se bifurca en lo pertinente a la denominada “educación de usuarios” (la cual se ocupa de contribuir a que estos eleven sus habilidades en el manejo de la información) y lo relacionado con la llamada “extensión bibliotecaria” (llevar el libro hasta aquellas personas de la comunidad que, por razones diversas –desde escasez de tiempo hasta condición física–, no asisten a la institución) y “promoción de la lectura” (entendiendo por esta el conjunto de acciones que el promotor o los promotores desarrollan para incentivar en uno o varios grupos poblacionales el gusto por la lectura (de modo general) y la lectura de un conjunto determinado de libros. La promoción abarca desde campañas televisivas hasta sesiones de debate alrededor de un libro o encuentros con un autor, entre muchísimas formas organizativas posibles.
Puesto que hay una relación matemática estricta entre la cantidad existente de libros en una biblioteca (fondos) y la cantidad real que cualquier persona puede consumir (leer) en una determinada unidad de tiempo (digamos, un año), así como pueden ser establecidas otras correlaciones a partir de la edad, el nivel de instrucción, el género, la raza, las creencias religiosas o políticas, los ingresos y el nivel de vida, la distribución geográfica, la nacionalidad, etc., es evidente que al elegir de entre la totalidad una cantidad específica y relativamente insignificante desde el punto de vista cuantitativo, el promotor de lecturas opera como alguien que es, potencialmente, un agente cultural que cumple función de ideólogo. Dicho de otro modo, su acción y supervivencia solo encuentran justificación en algún orden cualitativo que certifica que ha elegido el pequeñísimo grupo de los libros “adecuados”; de ahí el ambiguo papel del promotor que, en la práctica, lo mismo puede alentar la libertad espiritual que reprimirla.
En este ordenamiento, al escritor corresponde una función que toma porciones de las anteriores, pero que también les agrega cuestiones típicas del oficio. Dicho de otro modo, que entiende la literatura como un vehículo para aprender a leer y como una práctica que produce textos que a su vez, como destino final, forman patrones de gusto. Sin embargo, la literatura no sería lo que es si no ocurriese que, al mismo tiempo que lo anterior, es una práctica creativa que se desarrolla en permanente relación de oposición justo con aquello que la escuela entiende como “lectura”; en verdad porque su oposición de fondo es con lo que la institución literatura entiende (y normaliza) como “literatura” y que, en su desarrollo, la propia literatura desafía. A este propósito asumo como un dato obvio que cada escritura implica una lectura determinada (no importa si se trata del mítico Joyce enrevesado de Finnegan’s Wake o de la falsa transparencia de los cuentos de Ernest Hemingway), así como que la escritura literaria (como proceso que se desarrolla en oposición al archivo de las escrituras anteriores) se mueve hacia el aumento de la densidad conceptual, sintáctica y compositiva.
En este entramado de fuerzas, la cantidad de cosas que el escritor pesa en su balanza es tan enorme que asombran con solo enumerarlas; alcanza con tomar un verso con sentido completo o una sola oración para sentir que allí adquieren categoría de combate la elección de las palabras, su orden sintáctico, sus significados y sentidos, las relaciones que establecen entre sí, la proyección de las palabras o la oración/el verso en relación al párrafo o la estrofa, así como en relación al capítulo o sección del libro, y en cuanto al libro como tal. Del mismo modo, ello puede ser entendido desde el libro presente hasta los textos anteriores del autor, de sus compañeros de generación, del país, de la literatura mundial del presente y del pasado, así como de la gran Historia humana. Por tales razones es que la lectura por motivos de placer que, además, resulta ser una lectura “informada,” hecha con la compañía de un instrumental crítico variado, no solo es un disfrute ramificado, rizomático, sino que apunta a algo casi por completo distinto de la lectura que sobre todo intenta satisfacer necesidades informativas e igualmente distanciado de ese lector entrenado que nos propone la psicología cognitiva. Este lector “literario” del cual hablamos posee tal sensibilidad y conocimiento que es capaz de reconstruir (reviviéndolo) nada menos que el proceso de la escritura.
¿Se puede formar algo así en la escuela? ¿Dónde se aprende a actuar así, quién lo enseña, cuál es el curriculum, de qué nos sirve aquí la más delirante tecnología? No creo que escritor alguno se haya referido a estos asuntos de modo más inteligente que el poeta, narrador y ensayista cubano José Lezama Lima, quien es creador de una de las más apasionantes teorías y programa de animación a la lectura que haya yo podido conocer. Los entendidos en su obra recordarán que me refiero al llamado Curso Délfico, tal y como aparece esbozado en la novela Oppiano Licario (donde le dio formulación teórica) y en los recuerdos de sus participantes (pues, durante años, lo desarrolló con un pequeño grupo que entonces eran escritores jóvenes). Oppiano Licario fue publicada en 1977, al año siguiente de la muerte de Lezama, y es allí, en el encuentro entre los personajes nombrados Fronesis y Editabunda, que la teoría lezamiana de la lectura alcanza su más clara plasmación:
Licario tenía el convencimiento de un conocimiento oracular en el que cada libro fuera una revelación, con eso se evita el fárrago de lecturas innecesarias en que caen los adolescentes. (…) Cada libro debe ser como una forma de revelación, como el libro que descifra el secreto de una vida. La primera parte del curso délfico se llamará obertura palatal, tiene por finalidad encontrar y desarrollar el gusto de la persona.
Cada uno de esos estantes comprende una parte de la sabiduría- dijo Editabunda- (…) El segundo estante comprende lo que yo llamo el horno transmutativo, el estómago del conocimiento, que va desde el gusto al humus, lo que los taoístas llamaban la transmigración pitagórica con burla de los budistas, a la materia signata de que hablaban los escolásticos, a la materia que quiere ser creadora. (…) La tercera parte que trata del espacio tiempo, con lejanas raíces en las bromas lógicas de los megáricos o en el mundo aporético o eleático.
- Esa tercera etapa- volvió a decirle-, el paso del horno transmutativo al tiempo aporético se precisa por aquello que ya tú le oíste a Cemí, de que al chocar con pasión de súbito dos cosas, personas o animales, engendran un tercer desconocido.
La inspiración de este alucinante camino escalonado en la pedagogía de la lectura creo que nace de un breve ensayo que el novelista alemán Herman Hesse publicó en 1920. En ese texto, cuyo título es Sobre la lectura de libros (1920), Hesse clasifica a los lectores de libros en tres grupos (no definitivos, sino a los cuales se pertenece de manera temporal): el lector ingenuo, el lúdico y un último al que nos atrevemos a llamar “libre.” Pese a la cantidad de detalles que separan los tres tipos de lectores, Hesse, quien sobre todo habla y piensa como narrador en este ensayo, enlaza su tríada alrededor de la actitud que sus lectores toman ante la forma, la trama y la historia; en particular, a la magnitud de la autonomía que adoptan sus pensamientos propios frente a las propuestas (en fin, las diversas formas de ideología) que les hace el autor del texto. Los lectores ingenuos serían aquellos que no se relacionan con el libro como “con una persona, sino como el caballo con el pesebre o como el caballo con el cochero: el libro guía, el lector sigue. La trama se toma objetivamente, se acepta como realidad.” Los lúdicos, en un escalón más elevado, no consideran “el tema o la forma los únicos y principales valores de un libro” y son capaces de mantener una continua distancia crítica ante el texto y su autor. En palabras de Hesse, este lector contempla con una sonrisa “…cómo el autor o el filósofo se esfuerzan en convencerse a sí mismos y a los lectores de su interpretación y valoración de las cosas … .” Apelando a una finísima imagen, “… no sigue al autor como el caballo al cochero, sino como el cazador el rastro … .”
El tercer tipo de lector, acerca del cual Hesse se ha cuidado de prevenirnos (pues, a su juicio, nadie está permanentemente en ese nivel; el cual, de hecho, disuelve la cultura), con todo y ser el de más elevada jerarquía es también el más problemático:
“Tiene tanta personalidad, es tan él mismo que se enfrenta con completa libertad a su lectura. No pretende cultivarse, ni distraerse, no utiliza un libro de manera distinta que cualquier otro objeto del mundo, para él es punto de partida y estímulo. En el fondo le da igual lo que lee. No lee al filósofo para creerle, para adoptar sus teorías o para atacarlas o criticarlas, no lee al poeta para que le interprete el mundo. El mismo se lo interpreta. Es, en cierto modo, completamente niño. Juega con todo y desde un cierto punto de vista, nada es más fecundo y productivo que jugar con todo. Cuando este lector encuentra en un libro una sentencia hermosa, una sabiduría, una verdad, prueba antes que nada volverla del revés. Desde hace tiempo sabe que cada opinión es un polo con otro polo opuesto, tan bueno como él. Es un niño porque valora el pensamiento asociativo, aunque también conoce el otro. Y así este lector, o más bien todos nosotros en el momento en que alcanzamos este grado, podemos leer todo lo que queramos, una novela, una gramática, un horario de trenes, pruebas de imprenta. En el momento en que nuestra fantasía y capacidad de asociación alcanzan su máxima altura no leemos ya lo que tenemos delante, escrito sobre el papel, nadamos llevados por la corriente de sugerencias e ideas que recibimos.”
A diferencia de Hesse, para quien el grado último de la lectura es tanto un bien deseado como un lugar preñado de peligros en cuanto al acto mismo de leer (de que la lectura como tal ya no signifique ni aporte ninguna otra cosa que el estímulo para infinitos juegos aleatorios con los contenidos de la cultura), el lector lezamiano se comporta a la manera de un iniciado y también de un guardián del conocimiento. De un lado, porque la dimensión del acto lector que imagina Lezama solo es posible bajo la conducción de un maestro; del otro, porque –como también enseña Editabunda a Fronesis–, para el lector de la tercera etapa, el aporético, es: “… como si toda interrupción o ruptura de la comunicación se rompiese para vivir nuestro verdadero enigma.”. Más allá del juego o los encadenamientos entre textos lejanos, el lector aporético lezamiano es un viajero hacia la profundidad interior, un descubridor de sí mismo que en el proceso se purifica.
Cuando comenzó a extenderse la escritura literaria hipertextual, en los años finales de los 80, lo mismo autores que teóricos del nuevo medio aseguraron que estábamos a las puertas de una revolución política en cuanto a la escritura/lectura. Por vez primera en la historia de la recepción de textos iba a existir la posibilidad de que el lector diseñara el texto que lee, pues no hay dos lecturas iguales del mismo hipertexto. Puesto que el material recibido sería portador de un inmenso abanico de posibilidades y dado que todo lector que entra al texto elige su propio laberinto, se suponía que arribábamos a un espacio de emancipación y libertad. Si usted tiene una página y esa página, la primera supongamos, presenta diez vínculos con diez diversas zonas del texto global y esas diez zonas, a su vez, presentan diez vínculos con otras diez diversas zonas del texto (en una serie que puede prolongarse según el interés autoral), cada persona que lee tiene la posibilidad de escapar de la fijeza o el autoritarismo y de diseñar su propio camino de lectura. Dado que hay poca posibilidad estadística de que dos personas lean exactamente el mismo texto, no van a estar leyendo nunca el mismo libro, sobre todo cuando la cantidad de vínculos es elevada.
Esto condujo a una especie de utopía en la que el hipertexto resultaba ser el espacio de la verdadera libertad, quizás el único producto cultural que trasladaría el poder de las manos del autor a las de aquél tradicionalmente desposeído: el lector. No más directivas, sino la libertad de seleccionar caminos, de participar uno mismo en la fabricación del documento. Sin embargo, al menos dos límites restringen esa libertad y no pueden ser violados. El primero es el hecho de que los vínculos son finitos, porque lo es el documento mismo que nos sirve de base. El segundo, dado que los enlaces los hace la persona que elabora el texto, deriva de la introducción en el documento de una nueva estructura llamada “guardián”. Un vínculo enlaza dos nodos, pero un guardián impide que determinado vínculo se pueda realizar; según esta nueva aproximación, el texto comienza a funcionar como una especie de caja china en cuyo interior alguien modela los caminos por los que se puede transitar. En términos prácticos, si está leyendo, supongamos, el tercero de los capítulos de una obra y ante usted tiene diez posibilidades para seguir, el guardián le permite seguir unicamente dos. Espero que con la aclaración se entienda que, en lugar de un lugar caótico, de anárquica soltura, enfrentamos un juego o una apuesta entre lector y autor, una ecuación matemática que será solucionada según la maestría de uno y el entrenamiento del otro; algo semejante a como ha funcionado la literatura de todos los tiempos.
Aunque el punto de partida de esta conversación fue el hipertexto y sus posibilidades para la literatura, será mejor –o más exacto– si utilizamos el término “hipermedio” para referirnos a la posibilidad de existencia de un nuevo modo de producción artístico-literaria que necesita de las cualidades integradas del literato, del compositor musical, del artista plástico, del dibujante de animaciones e incluso del coreógrafo; un modo de producción que permite la creación de un arte sintético cuyo resultado final, si agregamos la no secuencialidad y las posibilidades de manipular gráficos o sonido que nos da la computadora, no se parece a nada que hayamos conocido. En cierto sentido, vivimos un momento donde las posibilidades tecnológicas que ofrece el desarrollo es mayor que nuestra capacidad de usarlas. No se puede traducir al mundo del libro un material textual como este de que hablamos e incluso se duda de si seguir llamando “textual” a esto, a no ser que aceptemos que toda producción cultural es legible y que el mundo entero es un inmenso texto. Tal vez lo que todavía falta es llegar al momento en el que esa tecnología –que todavía se encuentra muy por delante de lo que pudiéramos ser capaces de hacer– se haya integrado más a nuestras vidas o a las de nuestros hijos. De hecho, a nivel mundial, ni siquiera existe la primera generación cuya vida entera haya transcurrido en un espacio informatizado, adultos que hayan nacido en ambientes sociales en los que la computadora y su aplicación sea un elemento normal de la vida. La extensión de la computación en el mundo contemporáneo es tal, y tanta su fuerza, que hasta olvidamos que se trata de prácticas que ni siquiera existían hace poco más de una década.
En el año 1997 fue organizado un coloquio que tuvo como tema El futuro del libro, el cual se publicó más tarde en Berlín y tuvo como editor a Umberto Eco, quien además escribió el epílogo. En este coloquio la confianza de Eco en el libro era total y consideraba, lo cito, que “el libro es la máquina de trasmisión de saber más perfecta que se ha inventado”. La principal ventaja que el famoso pensador italiano encontraba en el libro se fundamentaba en su carácter manuable, ya que se puede llevar dentro de un bolsillo, en tanto la máquina tiene una pantalla que, por demás, es sumamente molesta para los ojos. Eco dice “me paso 12 horas sentado frente a la pantalla y me levanto con los ojos como dos pelotas de fútbol”. Sin embargo, cuatro años más tarde, en el 2001, cuando el diario El Clarín de Argentina entrevistó a Eco sobre el fenómeno del libro y de la escritura hipertextual (en: “Los hombres no dejarán de leer”, Clarín on-line (Argentina), 27 de setiembre de 1998), parece que él había entendido más de lo que se trataba, pues para entonces Eco respondió que la única amenaza real que tiene el mundo del libro es el hipertexto. También dijo que no quedaba otro camino sino esperar a que en algún momento coexistieran ambas formas de escritura. Extremando la tesis llegó incluso a imaginar una ruptura tal –a partir de la contraposición entre secuencialidad y no secuencialidad, entre literatura tradicional e hipertextual– que se pudiese hablar de un antes y un después para las bibliotecas y la escritura.
Ahora bien, y corresponde pensar ahora en la relación directa entre nuevas tecnologías informáticas, escritura-lectura y formato del libro, no solo es la diferencia entre secuencialidad y no secuencialidad lo que distingue al libro tradicional del hipertexto. El hecho de que una historia pueda ser accedida desde cualquier punto, en principio trastorna toda noción de “punto fuerte” o “entrada privilegiada” al texto y lo mismo puede decirse de la posibilidad que cada lector posee de hacer su propio recorrido por el material. Ambas cosas implican que mientras más elevada sea la cantidad de hipervínculos dentro de un texto, menor será la posibilidad de que haya dos lecturas idénticas del mismo; dicho de otro modo, dejaría de existir un libro concreto, fijo y cerrado para ser sustituido por un entorno de mutabilidad donde lo fundamental sería la experiencia de una lectura gratificante establecida en una permanente interacción con los contenidos. De hecho, si no se recurre a los bookmarks para trazar el camino seguido en una primera lectura, ni siquiera sería posible hacer la relectura exacta del texto visitado la primera vez. Para colmo, si bien hay hipertextos literarios que propenden a una lectura cerrada (en el sentido de proponernos un recorrido narrativo tendente a un final concreto), en otros, muy especialmente en el caso de aquellos de carácter poético, la existencia de un final es menos relevante que la experiencia misma y es el lector quien deberá decidir cuando terminar. Además de todo lo anterior, en el punto más extremo, el hipertexto es diseñado de tal modo que demanda o incluye la posibilidad de que los lectores dialoguen con el material aportándole escritura; es decir, modificando lo escrito mediante pequeños cambios, mutaciones o la inclusión de capítulos enteros. Un documento escrito trastornado de tal modo pasaría a ser obra del autor y de su lector-transformador, pero si varios lectores cambiaran el material original en el transcurso del tiempo, si todas estas versiones se encontraran en un punto (por ejemplo, un sitio Web o portador multimedial) y si en lecturas futuras emergiera una versión más estable (aunque igualmente abierta a la transformación), va a ser muy difícil decidir quién es el autor y dónde se encuentra el original. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si el texto trastornado tuviera un mayor valor estético que el material primario? Tal inestabilidad es uno de los principales puntos en el debate alrededor del hipertexto (debate acerca del valor que esta nueva forma de escritura-lectura pudiera merecer realmente cuando los productos son analizados como valores estéticos) y ha conducido a algunas elaboraciones sobre los que se supone sean los principios del relato digital.
En cuanto al momento de terminar la lectura de un hipertexto literario, escribió Michael Joyce en su novela hipertextual Afternoon, a Story: “Cuando ya no progrese la historia, cuando gire en círculos o cuando ya lo aburran sus rutas, allí está el fin de su experiencia de lectura, en toda ficción el final es una calidad sospechosa. Es el lector quien decide cuando la experiencia de lectura, no la historia, ha finalizado. El criterio para la decision no es el cumplimiento de la acción, sino el hecho de que la historia no está yendo a parte alguna o que se tornado aburrida.”
Por su parte, en el primer parágrafo de su Reseña de siete ensayos de Stuart Moulthrop (dedicado al artículo de Moulthrop Hypertext and the Politics of Interpretation), escribe Jaime Alejandro Rodríguez, profesor de la Universidad Javeriana:
Moulthrop propone tres planteamientos con el ánimo de ir construyendo una ‘teoría social del hipertexto’. La primera tiene que ver con la definición de hipertexto como sistema y no como objeto, lo cual lo aleja de la lógica del libro impreso. La segunda es la afirmación de que el hipertexto es un medio que debe facilitar la escritura además de la lectura, ya que la función del sistema hipertextual no es solamente diseminar información, sino mejorar las condiciones en que la gente puede intercambiar, desarrollar y evaluar ideas. Finalmente el hipertexto debe ser plural, debe convertirse en una red heterogénea de espacios textuales, cuya organización se podría hacer a través de zonas separadas del discurso, de manera que haya una mejor identificación de la información y por tanto un más rápido acceso, teniendo cuidado de que la división por zonas no constituya una atomización o un favorecimiento a determinados grupos.
Moulthrop en este artículo ya prevé el efecto desestabilizador del hipertexto y las luchas intelectuales que ocasiona en la medida en que no solo promueve la abundancia de nexos textuales sino que además cambia el uso social de estos nexos, forzando la reformulación de nuestras nociones de autoridad intelectual.
Vale la pena entonces resumir, hablando ahora desde la óptica del escritor, todo lo que hace que un hipertexto sea, para mí, tan diferente a un texto tradicional que puedo entender el trabajo con este como un nuevo tipo de escritura y lectura de literatura:
A punto de finalizar debo aclarar que sé perfectamente que varios de los aspectos que me hacen sentir entusiasmo por el hipertexto literario hoy son considerados marginales, rarezas o estériles; sin embargo, lo que todavía no podemos calcular es qué va a suceder con la escritura/lectura en una sociedad (supongamos que dentro de 200 años) donde la totalidad de los seres humanos vivos sean nativos digitales. Y no solo eso, si atendemos a la lógica intrínseca que se manifiesta en el paso desde la intensa masa de investigación fundamental –que hay en la creación de hardware y software– hasta su puesta en manos de un usuario final, hemos de coincidir en que la concentración de tareas corre en paralelo a una tendencia a la simplificación; en otras palabras, a que cada vez más sea posible hacer mayor cantidad de operaciones con productos que, al mismo tiempo, sean cada vez más fáciles de usar. Esto nos permite suponer que cuando pasen 200 años para los nativos digitales de entonces serán absolutamente simples, al menos en un nivel básico, operaciones que (como la edición de sonido o el montaje de video) todavía hoy nos parecen complejas. Dicho de otro modo, el manejo de la texto-audio-visualidad será el equivalente a nuestro aprender a leer de hoy.
En 1965, durante la Vigésima Conferencia Nacional de la Association for Computing Machinery, un joven profesor llamado Teodoro Nelson leyó la ponencia titulada “A File Structure for the Complex, the Changing, and the Indeterminate” y allí pronunció la que sería una de las frases fundacionales de no pocas de las aplicaciones que hoy podemos utilizar en la computadora: “Permítanme introducir la palabra ‘hipertexto’ para significar un cuerpo de material pictórico o escrito, interconectado de tal complejo modo que no puede ser convenientemente presentado o representado en papel”. En el 2005, alguien escribió a Nelson invitándole a que contestase una encuesta sobre nuevas tecnologías y cine, a lo cual respondió que agradecía la invitación, pero que tenía trabajo para los próximos cien años. La gran lección de ese episodio fue trabajar en el futuro en el cual, por la corta duración de las vidas humanas, no vamos a estar. El tonto que escribió ese mensaje fui yo mismo, que todavía debo de guardarlo en algún disco duro o DVD y que me arrepiento de haber arrancado, aunque haya sido un segundo, al maestro de sus pensamientos. Bajo su sombra me coloco.
Todo lo que he dicho hasta aquí nos habla del acto de lectura como manifestación de la libertad. En un artículo de 1941, hecho a propósito de la muerte de Joyce, escribe Lezama:
Si él había afirmado que a su obra le había dedicado su vida, y que por lo tanto reclamaba que el lector le entregara su vida también, deseémosle ese tercer lector capaz de jugarse su vida en una lectura …
Más allá de la World Wide Web, Twitter, el email, los mensajes SMS y cualquiera otra forma de transmisión que pueda aparecer todavía, ojalá nos toque escribir el texto que merezca tal fidelidad.
1. La traducción del párrafo es la siguiente: Victor Fowler.
Así pues, con la maza en una mano y llevando de la otra a Weena, salí de aquella galería y entré en otra más amplia aún, que a primera vista me recordó una capilla militar con banderas desgarradas colgadas. Pronto reconocí en los harapos oscuros y carbonizados que pendían a los lados restos averiados de libros. Desde hacía largo tiempo Se habían caído a pedazos, desapareciendo en ellos toda apariencia de impresión. Pero aquí y allá, cubiertas acartonadas y cierres metálicos decían bastante sobre aquella historia. De haber sido yo un literato, hubiese podido quizá moralizar sobre la futileza de toda ambición. Pero tal como era, la cosa que me impresionó con más honda fuerza fue el enorme derroche de trabajo que aquella sombría mezcolanza de papel podrido atestiguaba. Debo confesar que en aquel momento pensé principalmente en las Philosophical Transactions y en mis propios diecisiete trabajos sobre física óptica.
CCSP Press
Scholarly and Research Communication
Volume 4, Issue 3, Article ID 0201173, 15 pages
Journal URL: www.src-online.ca
Received November 27, 2013, Accepted January 11, 2014, Published August 31, 2014
Fowler, Victor. (2014). Lectura y nuevas tecnologías: algunos futuros probables. Scholarly and Research Communication, 4(3): 0201173, 15 pp.
© 2014 Victor Fowler. This Open Access article is distributed under the terms of the Creative Commons Attribution Non-Commercial License (http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/ca), which permits unrestricted non-commercial use, distribution, and reproduction in any medium, provided the original work is properly cited.